Hoy, 12 de septiembre, Lima amaneció empapada por una inusual llovizna, que para la capital peruana es bastante intensa, ya que no es común que llueva en esta ciudad. Estas lluvias matutinas me evocaron recuerdos de mis días de juventud.
Recuerdo un domingo lluvioso en Las Tunas, donde las lluvias eran intensas y los caminos se llenaban de baches que se convertían en charcos de lodo. Esas mañanas lluviosas me parecían mágicas; los desayunos con avena, pan o arepa con mantequilla, suero, queso, aguacate o huevo parecían tener un sabor especial, y el aroma y el sabor del café eran más intensos. En ese entonces, en nuestra casa teníamos una camioneta Chevrolet pickup blanca del año 1984, que mi padre solía conducir. Lo veía como alguien extraordinariamente culto y, aunque todavía lo veo de esa manera, ahora lo percibo como más humano. En esa época, mi padre era mi modelo a seguir en cuanto a porte, paciencia y cultura. Quería emular esas cualidades. Por otro lado, mi madre me parecía sumamente astuta, lista, decidida e inteligente. De ella deseaba aprender habilidades que no veía en mi padre, como la facilidad para expresar los sentimientos, hablar con lisuras y la valentía para enfrentar las adversidades de la vida.
Ese día, mi madre preparó un delicioso desayuno típico de Lara: arepas con suero y mantequilla, acompañadas de café negro. Para mi hermano y para mí, ir de Las Tunas a Barquisimeto era emocionante, ya que socialmente se veía con cierto desdén vivir en las afueras de la ciudad. Me sentía un poco inferior a las personas que vivían en el centro de la ciudad (irónicamente, ahora vivo en el centro de una de las ciudades más grandes de Sudamérica y uno de mis deseos es escapar). Estos prejuicios sociales, aunque invisibles, pueden marcar la infancia de muchas personas. Ir a Barquisimeto y experimentar una vida más urbana en casa de mi abuela me hacía sentir diferente de mis vecinos en Las Tunas, al menos en la mente de un niño de unos diez u once años.
Ese día, mi hermano planeaba ir a Barquisimeto con mi padre después de desayunar. Aunque ya no llovía, el cielo amenazaba con seguir mojando el suelo. Mi hermano era conocido por ser rebelde y tener reacciones explosivas. Mi madre, quien se preocupaba más por nuestra crianza, le recomendó abrigarse mejor debido al mal clima, pero él prefería vestirse de otra manera. Como era de esperar, se molestó y amenazó con no acompañar a mi padre, quien ya estaba retrasado. Sin embargo, quizás se arrepintió en el último momento o tal vez su motivación era más provocar a nuestros padres que el deseo real de no ir. Cuando mi padre estaba a punto de arrancar, mi hermano salió corriendo, aún sin abrigarse por completo, y agarró el retrovisor derecho de la camioneta, diciendo que quería ir. Mi madre, firme en su decisión, le dijo que ya no podía ir, y mi padre, apurado, puso en marcha el vehículo. Mi hermano, persistente como siempre, no soltó el retrovisor y corrió a la misma velocidad que mi padre avanzaba a baja velocidad. Al doblar a la izquierda, finalmente soltó el agarre y cayó en uno de los charcos formados por la lluvia. Regresó a casa con la camisa llena de lodo y algunas pequeñas contusiones en el cuerpo. Recuerdo que estaba asustado y pensé en la terca personalidad de mi hermano.
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